lunes, 5 de marzo de 2012

La Colifata

Un regalo cayó en mis manos este fin de semana, titulado Las mejores crónicas de gatopardo (2006). Gatopardo es una revista editada por Miguel silva y Rafael Molano en México. Este libro recoge las mejores crónicas publicadas en Gatopardo, crónicas construidas desde la eterna paradoja de lo anormal dentro de la normalidad o de lo normal dentro de la anormalidad. La primeras páginas del libro están habitadas por un exquisito ensayo de Martín Caparrós en el que despoja al género de la incredulidad que lo ha manchado. Según este autor la crónica es un género periodístico-literario algo olvidado, sustituido por el periodismo "imparcial" y "objetivo" que tanto vociferan y del que tanto alardean los periódicos del mundo; y es que una crónica se narra desde la primera persona y eso causa cierto prurito. Nos han acostumbrado a la narración despersonalizada de las noticias, nos han engañado con el cuento de que la información no viene de ningún sujeto, como si esta se hiciera y se deshiciera a sí misma desde una realidad inobjetable. En efecto, todo texto contiene ideas, toda idea proviene de una persona, toda persona posee un sistema de creencias, una ideología.   Al respecto, dice el mismo autor: "por fatalidad: es imposible que un sujeto dé cuenta de una situación sin que su subjetividad juegue en ese relato, sin que elija qué importa o no contar, sin que decida con qué medios contarlo".

Un cronista es un escritor, pero principalmente es un observador. La crónica es una mirada hacia un hecho y es un intento por captar ese hecho, desde una subjetividad sin pretensiones de contarse a sí misma. Esto fue lo que hizo magistralmente Patricia Rojas en su crónica Locos al aire. Ésta, particularmente, me llenó de inquietud, de ese desasosiego que siempre me ha causado leer sobre enfermos mentales. Sin embargo, al pasar las páginas comencé a cuestionarme mi normalidad y a enorgullecerme de mis anormalidades. En resumen,la crónica cuenta cómo trabaja una radio pensada, hecha y conducida por los pacientes del psiquiátrico José T. Borda en la ciudad de Buenos Aires. Recoge los testimonios de algunos "locos" -como ellos se hacen llamar a sí mismos con una sonrisa amplia-, locos con distintas historias, la mayoría tristes o terroríficas. El nombre de esta radio es La Colifata y constituye un esfuerzo por borrar la falsa concepción de que ser loco es estar impedido para llevar una vida social activa, para ser escuchado, para decir. Esta conmovedora labor social ha sido terapéutica para los pacientes y eso es lo más poético de todo porque sus voces y sus experiencias son escuchadas y admiradas.

Para escuchar Radio La Colifata, ingresa aquí http://lacolifata.openware.biz/index.cgi

Les dejo algunos pasajes de esta crónica impactante que da cuenta del porqué todavía podemos llamarnos humanidad:

"La teoría dice que un psicótico está escindido de toda realidad. Que no tiene una estructura 'abordable'. En 'La Colifata' te das cuenta de que son seres humanos como cualquiera, que están solos, angustiados y necesitan afecto, como todos, solo que ellos no lo esconden. Te lo gritan en la cara".

"Tener un programa, darle un nombre, presentarse los lleva a pensar: quién soy yo y qué puedo hacer. Recuperan su historia y la subjetividad que les pertenece. Recuperan el derecho a decir".

"¿Vio cuando alguien siente un dolor por dentro del cuerpo? Eso, eso es locura. Y a ellos, a los que tienen dolor adentro  del cuerpo, los encierran en un manicomio."

viernes, 17 de febrero de 2012

X

el dolor se va                          la marca queda
como quedan los surcos de la cobija
                                                        en la piel
después de una larga noche

lunes, 13 de febrero de 2012

Nader y Simin



No soy nada experta en cine. Es un arte que me doy el gusto de disfrutar libremente, el solo hecho de ir a una sala de cine -en un teatro, en un centro comercial- es un ritual que me causa sumo placer; tanto así que casi no me importa que la película sea mala. Me considero una fanática del séptimo arte. Y quiero compartir las experiencias que me brinda. Comenzaré con esta maravillosa obra cinematográfica llamada Nader y Simin: una separación.


La primera vez que escuché nombrar esta película, fue en los premios Globo de Oro, donde fue galardonada como mejor film de lengua extranjera. En principio, me entusiasmó que fuera una película iraní, pues yo me había llevado una grata sorpresa con la película animada Persépolis, que me conmovió de manera especial. Sin embargo, cuando decidí ir a verla, no fui con ninguna expectativa, ni siquiera busqué el tráiler, ni ninguna reseña que me diera luces de lo que iba a presenciar. Por suerte, me encontré con una película de excelente calidad, muy bien dirigida y con unas actuaciones memorables.

El argumento es sencillo. Una pareja decide separarse, lo que trae como consecuencia una serie de eventos desafortunados que llevará a los personajes a experimentar profundas emociones. Los espectadores ante esta pieza cinematográfica, son dirigidos con facilidad al seguimiento de esa cadena de acontecimientos inminentes. Y, simultáneamente, son llevados a adoptar el papel de jueces. Lo retador es que se trata de un juicio sin culpables, sin condenas. Durante el transcurso de la película, dos familias se involucran, cada una con su realidad penosa; acaso destinadas a perjudicarse. Ambas marcadas por la separación, la necesidad; atrapadas, presas de sus desacertadas decisiones.

Es una película altamente dialogada. Incluso hasta en los silencios, las miradas dialogan. Sin embargo, se sienten tan naturales, tan cercanos, tan cotidianos que no molestan, ni mucho menos aburren. En mi opinión, las mejores películas son las que logran sumergirme en su realidad cinematográfica de manera natural, aquella que me hace galopar a su ritmo, sorprenderme con sus acertijos. Nader y Simin: una separación causó en mí ese efecto, con contundencia.

sábado, 11 de febrero de 2012

Sobre el cuento







Violeta Rojo. Breve manual (ampliado) para reconocer minicuentos. (2009)

<<Ahora bien, ¿qué es el cuento? A pesar de los cientos de teorías y definiciones que podemos encontrar, no hay ninguna absolutamente concluyente y sigue siendo “esa cosa misteriosa que se llama cuento>> (Monterroso, 1989: 61).


Siempre me ha regocijado creer que mi amor por la lectura proviene de esa costumbre sabrosa que asumió mi papá de contarme cuentos antes de dormir, cuando yo tenía entre 4 y 6 años de edad. Eran cuentos improvisados, intricados y lacrimosos cuyo único personaje era una viejita a la que le ocurrían millones de tragedias, pero que a mí -no casualmente- me maravillaban y me hacían sentir una conexión especial con él; pero sobretodo, yo confiaba en que todo eso ocurría realmente. Las narraciones orales tienen la particularidad de hacernos borroso ese límite entre lo real y lo imaginario, un límite por demás impuesto. El cuento, como género literario conserva esa característica.

Para mí, la lectura de cuentos fue crucial al final del bachillerato y en toda la carrera universitaria. Los cuentos zanjaban el día, dejando entrar cual desfile en caravana todo lo que en ellos ocurría. Era una invasión, a veces agradable y otras no tanto, que se instalaba y cuya resonancia no se iba, no se va. Así, por ejemplo, al leer el “Almohadón de Plumas” era inevitable echar un vistazo a la almohada antes de dormir. O sentirse atrapado en una aparente normalidad donde todo lo importante ocurría sin saber muy bien cómo, al leer un cuento de Carver. O sospechar que uno ya ha visto a Madame Charlotte también, luego de leer “La ubicua muerte de Madame Charlotte” de Armando José Sequera. Y así muchas experiencias similares. Y es que de alguna manera al leer un cuento sigo conservando esa “ingenuidad”, la misma que de niña me hacía palpar la existencia de aquella pobre anciana. Poéticamente, lo explica Ana María Matute al definir el cuento como<<el viento que se filtra, gimiendo, por las rendijas de las puertas. Que se cuela, hasta los huesos, con un estremecimiento sutil y hondo. >>

Al salir de la universidad, la lectura de cuentos se convirtió en un acto mucho más privado, sobretodo porque se me ocurrió la brillante idea de dar clases. Además, a adolescentes. Quien me conoce sabe el amor y el odio profundo que siento hacia esa raza. En especial, porque la mía -mi adolescencia- fue más larga de lo normal. Cuando comencé a dar clases yo era una adolescente de 22. Eso sin contar, que entré en la escuela pública donde el peso del corroído y corrupto sistema educativo es aplastante. Poco a poco me fui transformando en profesora de educación media de la pública, es decir, un animal de otra especie; una especie incrédula, falta de fe, autoritaria y hasta pendenciera. El acto de leer se vuelve una actividad que disfruta uno consigo mismo, en la intimidad del hogar, lejos de aquella raza adorable y odiable llamada estudiantes y aquella otra terrible, llamada compañeros de trabajo o “colegas”.

Como profesora uno de los errores más atroces que cometí fue “mandar a leer” textos literarios. Digo error, porque la literatura no se manda a leer, ni se impone. Por lo tanto, casi nadie leía; en el mejor de los casos leían los estudiantes más obedientes, pero sin el más mínimo interés. Además, la selección de textos era para mí. En su mayoría la selección consistía en cuentos que a mí me atraparon a la edad de ellos. En ese entonces los cuentos me parecían la mejor opción por su brevedad e intensidad y, además, por el tema económico, es más barato fotocopiar cinco páginas que cien. Pero tal vez, esas no eran las mejores razones para incluir lectura de cuentos en las clases. Yo me había olvidado de mi motivación primera, había olvidado mi fascinación por escuchar cuentos, que no era otra cosa que mi fascinación por recrear la realidad, imaginarla a través del cuento. Decía Juan Rulfo <<la imaginación es infinita, no tiene límites, y hay que romper donde se cierra el círculo; hay una puerta, puede haber una puerta de escape, y por esa puerta hay que desembocar, hay que irse>>. Sí, yo debía recuperar eso, debía dejarme ir. Dejar ir a la profesora que mis compañeros esperaban que fuera, que el sistema esperaba que fuera. Y, más importante aún, yo debía pensar en los estudiantes, dejarme ir por ellos y para ellos; dejar que experimentaran sus encuentros con la literatura, siendo yo sólo la que los llevara de la mano, en principio.

Hace algún tiempo ocurrió una especie de milagro, la profesora de educación artística y yo, conseguimos una visita guiada a la Biblioteca Pública del Estado, los estudiantes no podían estar más emocionados. Sin embargo, al comenzar el recorrido por las instalaciones comenzaron a aburrirse terriblemente, luego de las larguísimas charlas que el guía les daba en cada espacio que les presentaba; como era de esperarse comenzaron a portarse mal, la otra profesora y yo –infructuosamente- los disciplinábamos entre amenazas y pellizcos. Cuando llegamos a la sala de lectura infantil, los recibió una chica con libro en mano, les mostró el espacio, les ordenó que se sentaran y comenzó a leerles el cuento “La niñera mala” de Fedosy Santaella. Nadie habló más, todos escucharon atentamente el cuento muy bien recitado por la muchacha. Lo que percibí, no lo olvidaré jamás, vi caras de fascinación, las que poquísimas veces vi en mis clases. Vi bocas abiertas de asombro, lágrimas correr, silencios.

Entonces, un cambio se gestó en mí. Comencé a replantear el uso que yo le daba a la literatura en clase, de alguna manera yo debía convertirme en mi papá y conectarme con esos chicos. La literatura no debía ser una asignatura y la lectura de cuentos no debía ser algo conveniente, debía transformarse en la columna vertebral de mi materia. Pensé entonces en convertir el cuento en lo que en currículo llamamos un “eje transversal”. El cuento debía atravesar literalmente la materia, la clase, a mí y a los muchachos. Mis clases comenzaron a ser más “contadas”, se fueron transformando en talleres literarios, donde lo primordial era narrar, incluso los exámenes debían ser narrados. La lectura en voz alta se hizo frecuente e hicimos una alcancía donde los alumnos colaboraban con las copias, la mayoría ponía de su dinero porque realmente querían leer. Jamás pensé que ir a la escuela sería tan divertido y menos como profesora. Ahora tengo una relación diferente con ellos, ahora los cuentos zanjaron sus días, en una ocasión, un alumno me dijo, luego de leer el diente roto: “profe, es que yo soy Juan Peña -sonrió, y me mostró su pequeño diente de sierra-, pero sólo por el diente, en lo bruto no”. También, fui testigo de cómo los “malos” del salón lloraban conmovidos o morían de susto con los cuentos de terror. En fin, los cuentos abrieron las puertas a otros mundos, ellos lograron romper el círculo de la cotidianidad y yo logré, a partir, de los cuentos inventar miles de actividades relacionadas, proyección de películas, video foros, recitales, ejercicios de acentuación, explicar procesos como los de la comunicación.

Una de las cosas que no me deja de asombrar es cómo se logra disciplinar a un grupo con la lectura de cuentos, no porque se queden inmóviles o en sepulcro silencio, es más bien y paradójicamente una tranquilidad inquietante, llena de preguntas y posibilidades.

Es que como dijo Quiroga <<un cuento es una flecha disparada hacia un blanco>>.

miércoles, 8 de febrero de 2012

IX

Renazco
intentando reír un poco de mi misma

otra vez se me anuda la garganta
alguna vez podré dejar de tomarme en serio

a mí
a mis angustias
a mis hiperventilaciones

Febrero, 2012

VIII

yo quisiera decir
con una voz salida del vientre
sin remordimientos
que he sabido vivir
que no me llama el abismo
con un grito empozado y oscuro
que hay una hendidura de donde nace la luz
que no miento
y que la tierra me guarda
un lugar seguro

Noviembre, 2010

VII

después del desastre
los escombros
y un viento fuerte
todo está limpio
y en silencio
ya nadie voltea
a mirar la escena

Octubre, 2010