sábado, 11 de febrero de 2012

Sobre el cuento







Violeta Rojo. Breve manual (ampliado) para reconocer minicuentos. (2009)

<<Ahora bien, ¿qué es el cuento? A pesar de los cientos de teorías y definiciones que podemos encontrar, no hay ninguna absolutamente concluyente y sigue siendo “esa cosa misteriosa que se llama cuento>> (Monterroso, 1989: 61).


Siempre me ha regocijado creer que mi amor por la lectura proviene de esa costumbre sabrosa que asumió mi papá de contarme cuentos antes de dormir, cuando yo tenía entre 4 y 6 años de edad. Eran cuentos improvisados, intricados y lacrimosos cuyo único personaje era una viejita a la que le ocurrían millones de tragedias, pero que a mí -no casualmente- me maravillaban y me hacían sentir una conexión especial con él; pero sobretodo, yo confiaba en que todo eso ocurría realmente. Las narraciones orales tienen la particularidad de hacernos borroso ese límite entre lo real y lo imaginario, un límite por demás impuesto. El cuento, como género literario conserva esa característica.

Para mí, la lectura de cuentos fue crucial al final del bachillerato y en toda la carrera universitaria. Los cuentos zanjaban el día, dejando entrar cual desfile en caravana todo lo que en ellos ocurría. Era una invasión, a veces agradable y otras no tanto, que se instalaba y cuya resonancia no se iba, no se va. Así, por ejemplo, al leer el “Almohadón de Plumas” era inevitable echar un vistazo a la almohada antes de dormir. O sentirse atrapado en una aparente normalidad donde todo lo importante ocurría sin saber muy bien cómo, al leer un cuento de Carver. O sospechar que uno ya ha visto a Madame Charlotte también, luego de leer “La ubicua muerte de Madame Charlotte” de Armando José Sequera. Y así muchas experiencias similares. Y es que de alguna manera al leer un cuento sigo conservando esa “ingenuidad”, la misma que de niña me hacía palpar la existencia de aquella pobre anciana. Poéticamente, lo explica Ana María Matute al definir el cuento como<<el viento que se filtra, gimiendo, por las rendijas de las puertas. Que se cuela, hasta los huesos, con un estremecimiento sutil y hondo. >>

Al salir de la universidad, la lectura de cuentos se convirtió en un acto mucho más privado, sobretodo porque se me ocurrió la brillante idea de dar clases. Además, a adolescentes. Quien me conoce sabe el amor y el odio profundo que siento hacia esa raza. En especial, porque la mía -mi adolescencia- fue más larga de lo normal. Cuando comencé a dar clases yo era una adolescente de 22. Eso sin contar, que entré en la escuela pública donde el peso del corroído y corrupto sistema educativo es aplastante. Poco a poco me fui transformando en profesora de educación media de la pública, es decir, un animal de otra especie; una especie incrédula, falta de fe, autoritaria y hasta pendenciera. El acto de leer se vuelve una actividad que disfruta uno consigo mismo, en la intimidad del hogar, lejos de aquella raza adorable y odiable llamada estudiantes y aquella otra terrible, llamada compañeros de trabajo o “colegas”.

Como profesora uno de los errores más atroces que cometí fue “mandar a leer” textos literarios. Digo error, porque la literatura no se manda a leer, ni se impone. Por lo tanto, casi nadie leía; en el mejor de los casos leían los estudiantes más obedientes, pero sin el más mínimo interés. Además, la selección de textos era para mí. En su mayoría la selección consistía en cuentos que a mí me atraparon a la edad de ellos. En ese entonces los cuentos me parecían la mejor opción por su brevedad e intensidad y, además, por el tema económico, es más barato fotocopiar cinco páginas que cien. Pero tal vez, esas no eran las mejores razones para incluir lectura de cuentos en las clases. Yo me había olvidado de mi motivación primera, había olvidado mi fascinación por escuchar cuentos, que no era otra cosa que mi fascinación por recrear la realidad, imaginarla a través del cuento. Decía Juan Rulfo <<la imaginación es infinita, no tiene límites, y hay que romper donde se cierra el círculo; hay una puerta, puede haber una puerta de escape, y por esa puerta hay que desembocar, hay que irse>>. Sí, yo debía recuperar eso, debía dejarme ir. Dejar ir a la profesora que mis compañeros esperaban que fuera, que el sistema esperaba que fuera. Y, más importante aún, yo debía pensar en los estudiantes, dejarme ir por ellos y para ellos; dejar que experimentaran sus encuentros con la literatura, siendo yo sólo la que los llevara de la mano, en principio.

Hace algún tiempo ocurrió una especie de milagro, la profesora de educación artística y yo, conseguimos una visita guiada a la Biblioteca Pública del Estado, los estudiantes no podían estar más emocionados. Sin embargo, al comenzar el recorrido por las instalaciones comenzaron a aburrirse terriblemente, luego de las larguísimas charlas que el guía les daba en cada espacio que les presentaba; como era de esperarse comenzaron a portarse mal, la otra profesora y yo –infructuosamente- los disciplinábamos entre amenazas y pellizcos. Cuando llegamos a la sala de lectura infantil, los recibió una chica con libro en mano, les mostró el espacio, les ordenó que se sentaran y comenzó a leerles el cuento “La niñera mala” de Fedosy Santaella. Nadie habló más, todos escucharon atentamente el cuento muy bien recitado por la muchacha. Lo que percibí, no lo olvidaré jamás, vi caras de fascinación, las que poquísimas veces vi en mis clases. Vi bocas abiertas de asombro, lágrimas correr, silencios.

Entonces, un cambio se gestó en mí. Comencé a replantear el uso que yo le daba a la literatura en clase, de alguna manera yo debía convertirme en mi papá y conectarme con esos chicos. La literatura no debía ser una asignatura y la lectura de cuentos no debía ser algo conveniente, debía transformarse en la columna vertebral de mi materia. Pensé entonces en convertir el cuento en lo que en currículo llamamos un “eje transversal”. El cuento debía atravesar literalmente la materia, la clase, a mí y a los muchachos. Mis clases comenzaron a ser más “contadas”, se fueron transformando en talleres literarios, donde lo primordial era narrar, incluso los exámenes debían ser narrados. La lectura en voz alta se hizo frecuente e hicimos una alcancía donde los alumnos colaboraban con las copias, la mayoría ponía de su dinero porque realmente querían leer. Jamás pensé que ir a la escuela sería tan divertido y menos como profesora. Ahora tengo una relación diferente con ellos, ahora los cuentos zanjaron sus días, en una ocasión, un alumno me dijo, luego de leer el diente roto: “profe, es que yo soy Juan Peña -sonrió, y me mostró su pequeño diente de sierra-, pero sólo por el diente, en lo bruto no”. También, fui testigo de cómo los “malos” del salón lloraban conmovidos o morían de susto con los cuentos de terror. En fin, los cuentos abrieron las puertas a otros mundos, ellos lograron romper el círculo de la cotidianidad y yo logré, a partir, de los cuentos inventar miles de actividades relacionadas, proyección de películas, video foros, recitales, ejercicios de acentuación, explicar procesos como los de la comunicación.

Una de las cosas que no me deja de asombrar es cómo se logra disciplinar a un grupo con la lectura de cuentos, no porque se queden inmóviles o en sepulcro silencio, es más bien y paradójicamente una tranquilidad inquietante, llena de preguntas y posibilidades.

Es que como dijo Quiroga <<un cuento es una flecha disparada hacia un blanco>>.

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